Estás viendo un partido de fútbol y te sirves una cervecita
y un plato de jamón. Se te acerca el perro, se sienta frente a ti, te mira con
ojos tiernos y mueve el rabo. Tratas de ignorarlo, pero no puedes olvidarte de que está
ahí. Ya no te sabe igual el jamón. Él se da cuenta de que te tiene en sus manos
y gime con voz suave, casi humana, mientras ladea la cabeza. Piensas que un día
de estos se pondrá a hablar. Lo miras. Estás perdido.
Y entonces te justificas. Al fin y al cabo, siempre come
pienso. ¿Qué hay de malo en que alguna vez pruebe algo rico, como un trocito de
jamón? Se lo traga en una décima de segundo, se relame y vuelve a sentarse a
ver si cae algo más. Vuelta a empezar. Acabas de fabricar un perro pedigüeño.
A los dos días de estar en casa, Sirio se había convertido
en una pesadilla durante las comidas. No había forma de que nos dejase en paz.
Yo, que acababa de leer un artículo sobre la extinción de la conducta, decidí
ignorarlo, hasta que descubrí que era Marco el que me estaba ignorando a mí: le daba de comer a escondidas por debajo de la mesa. No fui capaz de enfadarme cuando vi la cara que ponían los dos, con
expresión compungida pero con la risa bailándoles en los ojos. Y es que nunca
he servido para sargento.
Probé a darle de comer antes que nosotros. Pensaba que así
no tendría hambre y nos dejaría tranquilos. No funcionó. Probé a poner su
alfombrita a cierta distancia y llevarle una golosina cada vez que se quedaba
allí unos segundos echado y quieto. Tampoco
funcionó, aparte de que era una lata estar levantándome de la mesa
constantemente. Probé a darle de comer cuando ya habíamos terminado y, aunque
iba un poco mejor, seguía acercándose de vez en cuando. Y lo peor es que Marco
le daba trocitos a escondidas otra vez.
Hasta que un día se me ocurrió una idea que parecerá una
tontería, pero que solucionó el comportamiento del dueño y del perro. Cuando
nos íbamos a sentar a comer, cogí el cuenco de Sirio y lo puse sobre la mesa. Le
dije a Marco que, si quería darle algo al perro, lo echase en su cuenco, pero
que el perro no podía comer nada hasta que nosotros acabásemos.
Recuerdo que había pollo en salsa. Marco cogía un trocito de
pollo, se lo enseñaba a Sirio y, cuando empezaba a acercarse, Marco se lo comía.
En cambio, si el perro se quedaba en su sitio, echaba el pollo en el cuenco, exagerando
el gesto para que lo viese. Sirio tardó un poco, pero acabó dándose cuenta de
que, cuanto menos se acercaba, más pollo había en su cuenco al final de la
comida. Lo aprendió tan bien que hace ya meses que se echa tranquilamente a
esperar, aunque no pierde de vista el cuenco.
Ya sé que no es lo mejor, que el perro no debería comer de
nuestra comida. Pero, como dicen que dijo Voltaire, le mieux est l'ennemi du
bien ("lo mejor es enemigo de lo bueno"). Y lo bueno es que comemos
en paz, que Marco puede darle algo a Sirio y que nos hemos ahorrado una de esas
agotadoras discusiones matrimoniales. Que no es poco.
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