sábado, 15 de octubre de 2011

Esterilización, II

Quien haya leído la primera entrada sobre esterilización, conoce cuáles fueron los argumentos y las razones que pesaron en mi balanza a la hora de decidir. También puede imaginar que me incliné claramente a favor de la esterilización.

Todo ese proceso previo es, en mi opinión, necesario. Si uno aspira a ser persona ética, tiene que tener en cuenta no solamente lo que hace, sino también por qué lo hace.

Creo que a una decisión importante hay que darle todas las vueltas del mundo antes de tomarla. Después, una vez decidido, ni una vuelta más, sería inútil y contraproducente. ¿Te has informado, lo has pensado y has decidido valorando todos los factores? Entonces, adelante. Es el momento de dejar de pensar y de ponerse a actuar.

En mi caso, actuar significaba en primer lugar convencer a Marco. La mayoría de los hombres, al menos de los que conozco, tienen un rechazo atávico a la idea de "castración". Cuando se menciona, la expresión de su cara se parece a la de alguien que está oyendo el chirrido de la tiza contra una pizarra. Supongo que, en esa actitud, influye el gran valor que ellos dan a eso llamado hombría. También influye que las mujeres estamos más acostumbradas a ocuparnos del control de la natalidad, por la cuenta que nos tiene.

Marco es un hombre inteligente, culto y ético. Estaba segura de que, si le exponía mis argumentos, me daría la razón. Sin embargo, yo necesitaba algo más. Necesitaba que estuviese de acuerdo también emocionalmente, que esterilizar a Sirio fuese una decisión de los dos. Hasta tal punto me parecía importante que le dije: "si tú no quieres, no se hace". No era eludir mi responsibilidad, era darle el derecho de veto que le correspondía. Al fin y al cabo, es nuestro perro, suyo y mío.

Como esperaba, Marco estuvo de acuerdo. Ahora venía la segunda parte, el ponerlo en práctica. Consulté a la veterinaria para que me dijese cuándo era el momento oportuno y me dijo que lo mejor era intervenirlo con ocho o nueve meses, cuando Sirio hubiese alcanzado el tamaño que tendría de adulto.

Concertamos una fecha. A las diez de la mañana dejé al perro en la clínica. Le pusieron una inyección y en un momento se quedó como atontado. Se lo llevaron dentro y ni siquiera lloriqueó.

Me marché preocupada, claro. No me gustaba la idea de que Sirio estuviese sufriendo, pero la verdad es que no se enteró de nada. A las doce me llamó la veterinaria para decirme que todo había ido bien y que podía recogerlo dentro de una hora. A la una estábamos allí Marco y yo, puntuales como relojes. Se me cayó el alma a los pies cuando vi al animalito agachado, intentando andar hacia mí. Lo cogimos en brazos y lo llevamos al coche.

Toda la tarde estuvo adormilado y la noche la pasó tranquilo. Lo peor fue la mañana del día siguiente. Quería andar y no podía, sólo arrastraba los cuartos traseros por el suelo. Me miraba y gemía. Yo veía en esos ojos quejas que no estaban allí, reproches que no podía hacerme porque él no sabía que su incomodidad era consecuencia de mi decisión. Pero yo sí lo sabía. En esos momentos, tengo que confesar que me arrepentí, me sentía fatal por haberle hecho daño.

Sin embargo, a partir de la hora de comer, volvió a ser el perro feliz y travieso de siempre. Recuerdo muy bien la alegría que me dio verlo subir corriendo las escaleras, con la pelota en la boca y moviendo el rabo.

Dicen que los perros cambian de carácter, que se vuelven más tranquilos y que engordan. Nada de eso le ha pasado a Sirio. Es el mismo loco de antes y no ha ganado ni un gramo. Quizá está algo más fuerte, pero eso es de la edad.

Así que, después de pasada la experiencia, tengo que decir que ha sido una buena decisión. Aparte del mal rato, breve, del postoperatorio, todo ha ido de maravilla. Y tengo la tranquilidad de que le hemos dado una vida mejor a nuestro perro y de que hemos actuado como dueños responsables.

Piénsalo. Piénsalo bien.Y después de pensarlo, actúa.

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